jueves, 10 de octubre de 2013

Caballero con la mano en el pecho

Caballero con la mano en el pecho
(Publicado por Burladero.com Junio de 2000)
Jorge Arturo Díaz Reyes
 

Antonio me llamó al hotel -¿Quiere acompañarme a Zaragoza mañana?-

En "Las Ventas" había rejones y ni siquiera toreaban "Cagancho" y "Chicuelo" (Ponerle así a un par bestias ¿Habrase visto?).

En Zaragoza se anunciaba una corrida poco usual; un veterano lidiador solitario con seis toros "no aptos" para figuras y en concurso de ganaderías. Además (me avergüenza confesarlo), nunca, había presenciado una corrida en esa plaza.

-Si- contesté de inmediato.

-Bien, nos vemos a las 10 en Atocha-

-¿Vamos en tren?-

-No, hombre, allí alquilaré un coche- Antonio, residente en Madrid, no tiene uno, pero no por falta de plata, por decisión anticonsumista.

Él es así, a su manera, un joven de los sesenta, nieto de un general rebelde en la guerra colombiana "de los mil días" hace un siglo. Una vez García Márquez confesó que para su coronel Aureliano Buendía de "Cien años de Soledad" había tomado rasgos de aquel abuelo revolucionario y sempiderrotado. También es cierto que hasta que la dichosa novela se publicó, el padre de Antonio, el hijo del general retratado en ella, era el más notorio novelista vivo del país. El boom le hizo sombra. De otro lado, Luis, el hermano, murió en Paris, hace unos años, cuando apenas despuntaba su prestigio internacional de pintor diferente.

Antonio es escritor y periodista, el más independiente, el más irónico y el más desafiante de los que sobreviven a la matanza de contradictores y librepensadores en nuestro país. Sobreviviente de milagro, e invicto, sin dar brazo a torcer. Cada uno de sus artículos semanales (publica en "Semana", todas las semanas) es un reto, un vengan por mí. Pero esa es otra larga historia.

Lo cierto es que lo que a él más le gusta son los toros. Por ahí, en un libro suyo, escribió algo así: Yo iba a ver corridas pero no sabía que era aficionado hasta un día, de hace muchos años, cuando viendo torear a de Paula, en Jerez, me sorprendí llorando.

¡Imagínense ustedes! un hombre tan duro, de una realidad tan dura, de un país tan duro, llorando al son de unas verónicas. Pues así es él, y escribe de toros como un enamorado, con toda la tolerancia, blandura y falta de rigor que a riesgo de su vida jamás  se ha permitido en el resto de su trabajo periodístico.

Llegué a la estación de Atocha diez minutos tarde, lo divisé desde las gradas automáticas, allí estaba, contrastante, calvo, barba entrecana, mirada ausente, longilíneo, como recién descolgado de un cuadro del Greco, calzado con alpargatas, vaqueros y una camisa de faena. Fuimos a Zaragoza, comimos frente a la plaza, vivimos la corrida, cenamos en la carretera y volvimos a las 3 de la mañana. 

No hago reseña porque la televisaron y todos vieron que el victorino "Herbolario"  tomó cuatro varas a ley, la última de tercio a tercio. Que "Debutante" de Cuadri tomó cuatro más. Que Francisco Esplá, llevó para la ocasión, largas y evocadoras patillas. Que toda la corrida olió a rancio, a toreo pre-belmontino, a lidia, y hasta más a brega que a lidia. Que "Paquito" salió indemne de la encerrona, sin sospechar que cuatro días después caería malherido por otro Cuadri en Madrid. 

Arrastrado "Debutante", pasó por el callejón, frente a nosotros, Simón Casas. Conociendo que es buen amigo suyo le dije  a mi compañero -ahí va Simón Casas-

Con socarronería me reclamó -vengo desde tan lejos, a ver esta corrida con usted, que pasa por ser buen aficionado, esperando aprenderle algo, y el único comentario que me ha hecho en toda la tarde es: ahí va Simón Casas-

Ya sospecharán ustedes porque hay en Colombia más de uno que ha querido matar al buen Antonio Caballero.

   Jorge Arturo Díaz Reyes, Madrid, Junio de 2000  

¡Allí se sentaba "Lagartijo"!

¡Allí se sentaba "Lagartijo"!
(Publicado por Burladero.com, junio de 2000)

 Jorge Arturo Díaz Reyes
 
Qunito II corta sus últimas dos orejas a los 80 años

 Caía la noche del 2 de junio. Abellán se había ido por la puerta grande, sin torear pero feliz, con la taleguilla y su muslo izquierdo agujereados. "Polvorillo", el tercero, de Domingo Hernández, negro, listón y cornidelantero, con sus 565 encastados kilos era el culpable.

"Zotoluco", en cambio, medio pitado y medio ignorado, no había sabido repetir el triunfo del 22 de mayo. Y Fran Rivera, valentón e inesperadamente ovacionado y saludado por el no muy afectuoso público, podía sentirse bien servido.

Caía la noche. La multitud fluía por todos los costados de la plaza, sin la euforia de las grandes tardes. -Pero, claro, no por falta de orejas, ni por culpa del remendado encierro. Además del cuero hay que poner el arte- iba yo diciendo.

Enfriaba. La boca del metro se atascaba de gente y en la esquina de Alcalá y Camba también había gran congestión. Siempre es igual en San Isidro.

Lentamente, con "Quinito II" viejo torero, (colombiano desde hace 70 años y madrileño desde hace 50), y  "Loperita", curtido periodista, habitual de la Feria, seguimos caminando y conversando hasta el "Café & Té" de la plaza Manuel Becerra. El tema era la corrida. Más que la corrida, lo que se premió en ella. 

-Dos faenas vehementes, atropelladas, enganchadas, desligadas, voltereteadas, plenas de rodillazos y efectos, sin más norte que la recompensa, no debían merecer la puerta grande de Las Ventas- alegaba yo. El carajillo hispanoamericano (brandy español y café de Colombia), me había puesto locuaz.

-!Qué va, hombre! Se la ganó. El muchacho expuso valiente, incluso, herido, mató a sus dos toros decorosamente. Aquí  no es fácil- me refunfuñó "Quinito", con sentimiento gremial.

-En una Feria tan larga, después de tanta corrida sosa, era lógico que las ansias de Abellán conmovieran a la mayoría, que pidió la oreja tras cada faena.- Medió Loperita.   

Las posiciones estaban asumidas y la conversación en punto muerto. Por darle coba, pregunté a "Quino", quien farolea con historias de toreros, donde quedaba la "Cervecería Inglesa", que hace 130 años fue cuartel general de "Lagartijo" y sus lagartijistas.

-Camine, lo llevo- me contestó.

A media noche, llegamos a una perfumería de la calle Sevilla, entre Alcalá y San Jerónimo. Estaba cerrada. Empinándose por una ventana, el pequeño "Quino", mostró las decoradas columnas interiores, asegurándonos que eran las mismas de la época, y, de pronto, como si lo hubiese visto, apuntó a una de ellas con el dedo, exclamando entusiasmado - ¡Allí, allí se sentaba "Lagartijo"!-

Días después, en "Los Gabrieles", buscando una segunda oportunidad, quise reabrir la discusión, "Peloncho", el hijo de Pepe Dominguín, el sobrino de Luis Miguel, el primo de Fran Rivera etc. etc., me cortó de una sentenciando:

-¡Nada! "Quino" tiene razón. En el toreo, el valor llena y el arte rellena -

Ya no insistí ¿Para qué?

Pero imaginé a "Lagartijo", con su cabeza imperial, sentado en la "Cervecería Inglesa" (hoy perfumería), rodeado por los fieles que habían hecho de su valentía y de su arte un solo credo, y que para proclamarlo exageraban este último, ufanándose hasta de pagar gustosos las entradas así solo fuera por el placer estético de verle hacer el paseíllo.

He seguido sin cambiar de opinión.

Jorge Arturo Díaz Reyes, Madrid, junio de 2000

Diario de un chalao


DIARIO DE UN CHALAO
(Publicado por Burladero.com, Junio de 2000)

Jorge Arturo Díaz Reyes


-Es difícil hallar cupo en los aviones que de Colombia van a España. No tanto en los que regresan, estamos desocupando a Latinoamérica- explicaba, con sorna, la empleada de Iberia.

Yo, que decido la fecha de mis viajes sobre la hora, debía darme por satisfecho con que me aforaran por medio mundo, para llegar a la semana torista de Madrid el 1° de junio.

A las 4 de la mañana del 31 de mayo me levanté.

A la seis, besé a mi mujer y abandoné tristón mi casa en Cali.

A las once, bajo sospecha (colombiano), desmenuzaron mi equipaje en el aeropuerto de Panamá y me cobraban impuesto de ingreso al país, por un escala de una hora.

A las tres de la tarde, me recluyeron en una hangar de concentración en Miami, a la espera de una conexión a Madrid.

A las dos de la madrugada, en mitad del Atlántico, mi vecino de silla se sinceraba: joven ingeniero, microempresario quebrado, aventuraba hacia el "primer mundo" dejando mujer y dos hijos. Me sentí peor.

A las diez (hora española), estaba en Barajas, fatigado, explicándole al oficial de inmigración que no venía a residir ilegal sino a ver corridas de toros. Se resistía a creer tamaña estupidez.

A las doce, imploraba por una habitación en el hotel Europa. Debía esperar.

A la una, telefoneaba para saludar e informar mi arribo sano y salvo.

A las dos de la tarde, regateaba una entrada con los energúmenos reventas de la calle Victoria.

A las cuatro, en la Puerta del Sol, cabeceaba contra el sueño, frente a una taza de café y la página taurina de "El País". Vidal, enfermo, no escribe ¡Qué contrariedad!

A las cinco y cuarenta, me balanceaba del pasamanos en el Metro a Ventas.

A las seis y veinte, reencontraba los de siempre, en el congestionado pasillo de Las Ventas. -No te has perdido de nada en las 19 corridas anteriores- sonreía consolador José Luis.

A las seis y cincuenta, bajo un cielo negro, provisto de impermeable, almohadilla, programa de mano y cerveza, ocupaba localidad en el tendido siete. -Son los que saben- pensaba.

A las siete, la plaza estaba llena y aparecían en el ruedo Cepeda, Uceda y Jalaberth. No me hice ilusiones.

A las ocho y quince, mientras arrastraban el manso tercero (bis) de Maricarmen Camacho, el público huía de un aguacero diluvial. Yo no.

A las nueve y cincuenta y seis, aterido, empapado bajo la capa (¿no te lo dije?), entraba en el repleto "Puerta Grande". Todos gritaban, fumaban, bebían y comían al tiempo. Nadie escuchaba. Todos tenían razón.-La Fiesta se acabó, no quedamos sino nozzotro; los gueno aficionao- ¡Qué originalidad! ¡Qué modestia!

A la una y media, harto de boquerones, calamares, rioja y dogmas taurinos, tomaba un taxi. Calles solitarias.

A las dos de la mañana, caía rendido y vestido sobre la cama concedida, murmurando entre dormido y feliz -estoy en San Isidro-

Habían pasado 39 horas insomnes y miles y miles de kilómetros. Me quedé profundo.

Jorge Arturo Díaz Reyes, Madrid, Junio 2 de 2000

miércoles, 9 de octubre de 2013

Un profesional de la felicidad

Un profesional de la felicidad
(Publicado por la revista Épocas)
Jorge Arturo Díaz Reyes


 No se si ustedes conocieron a Julito, un amigo heredado de mi padre. A lo mejor algunos, de pronto muchos, porque se metía con todos. Los del Caliviejo no le decían Julito sino “Tobita”, quizá por lo pequeño, quizá por lo gracioso, quizá por lo travieso, quizá por tener algo a mano con que replicar su mamadera de gallo permanente.

--Yo soy de los Valdéz que entraron por Chile, los otros son un poco de negros boxeadores que llegaron por Cartagena— decía sin insidia, con un racismo fingido; él, que no era tan blanco que digamos y se preciaba de haber crecido en “San Nicolás”, de ser hincha del América --desde “La Barra del Guácimo”-- de haber jugado --en ellonchan”, con Severiano-- de haber trabajado en el Ferrocarril del Pacífico, de haberse jubilado en“Colombina”, de tener por único cantante a Leo Marini, por única orquesta “La Sonora”, y por único y abundante trago el aguardiente.

Medía poco más de metro y medio, era proporcionado y usaba un bigotico entrecano que acentuaba una siempre disponible y ladina sonrisa. En medio de su chacota presumía de haber sido “buenopara todo”, y es que presumía de cualquier cosa cada que le daban oportunidad, con un tono que convertía esa presunción en una burla de sí mismo, en un señuelo para traer sus amigos a embromarle, después replicarles y derrotarlos en su terreno. Una especie de presunción a tres bandas.

–¿Julito, verdad que eras bueno para bailar?—

--¡Qué, qué? Las mujeres me hacían cola y a veces formaban unas peloteras de traer policía.

--¿Y para enamorar?—

-- ¡Hombre! Irresistible, pues yo era lindo hasta me decían mi mununeco.


No era un humorista, tenía sentido del humor. No era un cuentachistes, era chistoso. No era un cómico, pero prodigaba comicidad. Cualquier situación la convertía en risible con su chispa, su capacidad de observación, de imitación, de caricatura, y aunque sus ridiculizaciones podían bordear con frecuencia la tolerancia humana, le salían tan jobiales que jamás ofendían; por el contrario, la gente festejaba sus ocurrencias. Igual si eran viejos amigos, recién conocidos u ocasionales interlocutores.


A uno narigón, por ejemplo –Vé, poné la nariz p´al Guanabanal y me avisás si están haciendo pandebono--


Fingía dominar el ingles, y cuando alguien iniciaba una conversación en tal idioma, él apostillaba con una jerigonza como: “O kay, guaris triquis nais, luky strike, pall mal, an di foquing you”, obligando a retomar el castellano.


Cuando alguien quería salirle adelante con una propuesta ventajista, respondía cosas como --¿Sí? Mejor andad cagad que yo os cuido el puesto


No había celebración, paseo, reunión de sus amigos que no quisiese tenerlo de primero, pese, o mejor gracias, a que las parodias de que los hacía víctimas eran para desternillarse, pues poseía un talento mímico repentista, innato y espontáneo. En un segundo recreaba personaje, coreografía, guión y toda lo necesario para una improvisación jocosa. Cualquier tentativa de revancha era peor, pues en el campo de la burla resultaba casi que invencible.


Sin embargo, recuerdo una vez al menos, hace ya tiempo, en que mostró su punto sensible, su talón de Aquiles. Celebrábamos el cumpleaños de Gilberto, uno de sus compinches y versión antagónica suya; serio él, grandote y con un vozarrón de bajo ruso. En medio de la muy alegre y aguardientera reunión, Julito, con gran éxito de público, le remedaba su voz ronca y sus maneras toreras de bailar el pasodoble.

El anfitrión, poco dotado para las chanzas, aguantaba indefenso, aunque nada molesto en verdad, la tempestad de carcajadas. No se si por intentar una gracia o por inclinarse ante el talento, exclamó –Este “Tobita” es todo un bufón


Julito no alcanzó a oír. La cosa siguió, y rato más adelante uno de los contertulios, en la misma tónica, tal vez por darle más cuerda, le dijo varias veces –¡Bufón! Gilberto dice que sos un bufón— Aunque parecía ignorar el sentido preciso del término (no era hombre muy letrado), puso cara seria y en lugar de contrapuntear con uno de sus típicos gracejos, anunció que se iba porque se consideraba ofendido por el dueño de casa.


La concurrencia se alarmó, no solo por su inesperada reacción y por verlo con tragos para manejar, sino por ser el animador de la reunión. Unos y otras, intentaron sin resultado hacerlo desisitir, no valieron disculpas ni explicaciones

Veeean, que se va Julito— imploraban las señoras angustiadas. Cuando ya estaba en la puerta con las llaves del carro en la mano. Acudieron como último recurso a mi hermano, muy de sus afectos, diciéndole –contentalo vos, que a nosotros no nos hace caso


A Jaime no se le ocurrió más que abrazarlo y preguntarle --¿Pero es que no sabés que quiere decir bufón?— Él, sin decir nada, lo miró por encima de las gafas, inquisitivo.

Bufón –continuó muy docto-- es un hombre inteligente, crítico, agudo, con mucha gracia, tanto que antiguamente los bufones eran los hombres preferidos de los reyes...


--¿Sí? ¿Era eso? ¡Ah! Entonces no hay problema— Contestó Julito con el rostro iluminado de nuevo, se devolvió entusiasmado, pidió una copa, la rumba retomó vuelo, siguieron las bromas y las risas. De pronto, coincidió en un sofá con el chismoso y como para borrar el incidente, con su presunción de siempre, quiso farolear.

Sabés que quiere decir bufón¿No?

--¡Sí! ¡Un payaso!— le disparó el otro a bocajarro, sin dejarlo decir más.


Para qué fue eso. Ahí sí, ya no pudimos atajarlo, y como para colmo tampoco lo podíamos dejar ir manejando, nos tocó llevarlo al otro lado de Cali, acabando con la fiestica.


Pasados los años, ya solo, independizados los hijos, decidió retirarse al Cerrito donde también se convirtió en centro de un grupo de alegres veteranos, regresando por unos días cada mes a compartir con los de siempre. Visitas que poco a poco se fueron espaciando hasta desaparecer del todo. Lo extrañábamos, lo citábamos con frecuencia en nuestras conversaciones y de cuando en cuando nos invitabamos a ir por él, acusándolo de ser un ingrato que había olvidado sus amigos; por última vez, el sábado 13 del noviembre pasado, sin que nos decidiéramos al viaje.


El siguiente lunes, festivo por cierto, recibí en mi casa una llamada

--¿Sabés que murió Julito?-- Era Mauricio, uno de sus hijos. Me contó los detalles. El viernes anterior, los vecinos, después de dos días sin verlo abrieron el apartamento, encontraron sobre la cama su cadaver de setenta y cinco años, con un gesto placido en el rostro, y llamaron apresuradamente a sus hijos en Bogotá y Medellin –Parece que murió sin sufrimiento, tal vez dormido— dijo Mauricio, y agregó que dado el tiempo transcurrido, hubieron de cremar el cuerpo con tal premura que no alcanzaron ni a convocar allegados.


Abrumado, con el teléfono en la mano, comprendí que al final, achacoso y limitado, su ausencia no había sido ingratitud sino digna renuncia, generosa y silenciosa decisión de no dar penas a los que solo supo dar alegrías.

La vida se compone de momentos, cada uno irrepetible, por lo que al fin y al cabo, es mejor disfrutarlos que padecerlos. Julito, que nunca posó de filósofo, era maestro en eso; estuviese donde, como y con quien estuviese, la ocasión siempre le fue propicia para estar alegre y alegrar. Era un profesional de la felicidad, no un payaso, un bufón tal vez, pero uno real, como quiso hacernos ver aquella tarde donde Gilberto, un talentoso y maravilloso bufón. Por eso, me quiero consolar imaginando que mientras agonizaba, quizá reía socarronamente pensando en la cara que pondríamos al enteranos de cómo se nos escapaba.
Revista Épocas, Cali II de 2005

martes, 8 de octubre de 2013

El viejo y el cartel


9 de junio de 2000


El viejo y el cartel

(Publicado por Burladero.com)


El viejo, bastante viejo, no estaba en buena situación, era evidente. Pero debió haberlo estado en alguna época. Un cierto estilo se adivinaba tras de su pobre aspecto; flaco, barba cana de varios días, gesto triste, abrigo raído y zapatos gastados. Hablaba correctamente, aunque bajo, como vergonzante de su desmedro, sosteniendo con las dos manos un antiguo cartel enmarcado.

De Cibeles arriba, sobre la margen izquierda del Paseo de la Castellana, montan, todos los mayos, la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, una delicia para quienes venimos a Madrid, por las corridas de San Isidro y amamos los libros. Qué bueno es ir por las mañanas a husmear, a manosear, a hojear, y de pronto a comprar. Hay cosas maravillosas, releídas quien sabe cuantas veces, quien sabe donde, quien sabe por quien. Libros con pasado. Ajados periódicos y revistas gritando la última noticia de acontecimientos que ya son historia y cuyo desenlace final y consecuencias, entonces insospechados, ahora conocemos de sobra.

El viejo hablaba con el dueño, explicaba. Yo, que no puedo resistirme a un cartel de toros, menos si es antiguo, trataba de oír sin ser advertido, mientras examinaba, o mejor,  fingía examinar, el amarillento número 272 de "Clarín" con el joven Nicanor Villalta en la portada y en las páginas interiores, el matrimonio del apuesto matador Cayetano Ordóñez y la bella artista Consuelo Araujo, en la capilla del Cristo de Medinaceli.

Era una mañana soleada pero fresca, los clientes curioseaban como hormigas entre los anaqueles y las mesas, bajo la mirada rapaz de los libreros. Estos, que tienen con los libros una fría relación, comercial, muy diferente a la enamorada, reverente y fetichista de los bibliófilos, aguardaban la oportunidad, el negocio; a más demanda, mayor precio, y viceversa.

El viejo decía: - El cartel es original. Era de mi padre,  yo fui con él a la corrida, lo he guardado en mi casa todos estos años -

- Está caro - replicó el librero, examinándolo con minuciosidad profesional.

- Vale más - insistía el viejo - Aunque no lo vendo por el dinero.

- ¿No? ¿Entonces, por qué lo vende?

- Mis hijos me llevarán a un asilo, ellos no son aficionados, a donde voy no tendré sitio para él, pronto moriré y no se que pasará con mi cartel. No tengo a quien dejarlo. Si usted lo compra, alguien después vendrá y pagará un precio alto, si lo hace lo apreciará y mi cartel quedará en buenas manos -

- Le daré siete mil pesetas, nada más.

- Bien.

El viejo tomó los billetes y se fue lentamente, sin mirar atrás, como quien sale del cementerio dejando un ser querido; se me ocurrió. El comerciante, con una sonrisa  ladina, contempló su compra por unos segundos, después descolgó un poster de la película "Lo que el viento se llevó" (ese rojo en el que Clark Gable besa por siempre a Vivian Leight) y puso allí el cartel. Me miró y se dio cuenta de que yo había observado todo. No dijimos nada.

Solo en aquel momento pude acercarme y leerlo. Era el de la corrida inaugural de "Las Ventas" en 1931. La de los ocho hierros y los ocho espadas. Si la historia del viejo era real, ese cartel había sido durante los últimos sesenta y nueve años de su vida, la imagen y el recuerdo más familiares. No fui capaz, por vergüenza, de preguntar cual era el nuevo precio. Dadas las circunstancias no me lo hubiesen dicho.

Al otro día volví a pasar frente al quiosco. El dueño se notaba muy animado, el cartel ya no estaba.


© Burladero.com,  Madrid, Octubre 2000